
Misiones siempre fue algo que me llamaba la atención. Previo a volverme miembro del Regnum Christi, nunca había escuchado de misiones, y del poco tiempo que llevo siendo miembro, recibí muchas invitaciones acompañadas de testimonios maravillosos, pero un cuanto extraños sobre misiones.
"¡Es una de las mejores experiencias de mi vida! Aunque sudas como un cerdito, vale la pena repetirlo mil y un veces más."
"Llegas con bronceado de obrero, con ampollas en los pies pero ¡Con una sonrisa que nadie te quita!"
"Misiones es la manera más pura y directa de conocer a Cristo."
¿Qué era todo esto sobre misiones que mis amigos RC tanto mencionaban? ¿Qué se escondía detrás del paliacate (pañoleta) que todo el mundo quedaba perdidamente enamorado de la experiencia?
Fue hasta Diciembre de 2018, a las 11:00 PM y de la manera inesperada, cuando recibí un mensaje de un amigo para vivir por un día lo que es misiones en este caso misiones de Navidad. Por cuestiones de estudios nunca había podido asistir y este era el momento ideal, fue imposible no decir que SÍ.
A las 7:00 AM del día siguiente comenzó la aventura. No tenía nada de misiones, ni camisa, ni zapatos de goma (tennis), ni paliacate, y así me fui a un pueblito llamado Bajo Loaiza, de caminos de tierra pero que escondían historias que me llevaría conmigo para toda la vida.
Me recibió un grupo de chicas del movimiento que no conocía muy bien, pero que desde el inicio me hicieron sentir parte de su grupo. Me explicaron lo que se solía hacer durante el día, visitar a las personas y hacer ciertas actividades. Lo primero que hicimos fue salir a visitar a la gente de Bajo Loaiza.
Mi primera visita fue a una pareja de abuelitos, ambos con más de 80 años, muy humildes pero con un destello muy lindo en los ojos. Vivía en una casa pequeñita, muy humilde. Nos contaron sobre su vida, sus dificultades, sus problemas, nos dijeron que cada una de las adversidades que habían pasado en su vida las habían superado juntos y lo más importante, a la mano de la oración. Durante la conversación y con la humildad de su hogar, nos ofrecieron café y hasta un pan dulce que estaba delicioso. Queríamos quedarnos hablando con ellos, seguir aprendiendo, pero el día tenía que continuar, las sorpresas y enseñanzas solo comenzaban.
La siguiente visita fue a una señora que estaba bailando fuera de su casa mientras limpiaba. Nos invito a pasar de inmediato y nos invito a sentarnos. Permitió que rezáramos junto a ella y hasta discutimos un pasaje del evangelio. En su cara se notaba su felicidad, era muy amable y habladora, todas nosotras estábamos riéndonos junto a ella como si fuésemos amigas de mucho tiempo.
Al rato de estar con ella, llegó su esposo. El cariño de estas dos personas nos enamoró a todas. Era un cariño genuino, de los que casi ya no se ven hoy en día. Así, los dos al ver nuestras sonrisas, nos contaron la historia de su matrimonio y los secretos para tener uno existoso, donde el amor y el respeto nunca podían faltar, de siempre estar el uno para el otro. Lo que tenía que ser una visita corta se alargó a una hora y media, y al tener que despedirnos, nos hicieron una invitación para unirnos a las posadas en la noche, a lo cual estábamos encantadas de asistir.
Y así continuó nuestro día. Visitamos un par de casas más en las cuales también nos llevamos muchos recuerdos (y hasta frutas) hasta que llegó nuestro momento de descanso. Llegamos al sitio donde mis compañeras estaban quedándose durante esa semana y ahí viví por primera vez lo que es el calor que tanto mencionaban de misiones, sin embargo, el calor no importaba, la sonrisa gigante que ya tenía en mi cara era suficiente para aguantar los 32º de Bajo Loaiza.
En la tarde después del almuerzo, rezamos un rosario y tuvimos una pequeña liturgia en la capilla del pueblo. Y ya cerca del atardecer, salimos de camino para asistir a las posadas.
Nos recibió toda la gente del pueblo, asistieron todos, desde niños hasta los abuelitos. Se vistieron como María, San José, los pastores, y repartieron cantos para cada una. Me sentía parte de ellos, aunque muchos fuesen desconocidos, cantamos y rezábamos todos en conjunto. Fue la primera vez que asistía a una posada
y aún me siento afortunada por haberlo vivido por primera vez en misiones. Al finalizar, repartieron comida para todos y compartimos un rato con ellos. Que un pueblo tan pequeño, en el que todos se conocen, nos recibiera tan cálidamente, es algo que llevaré siempre en mí.
Al finalizar la cena, nos despedimos para prepararnos a las siguientes actividades. Algo más que me llevo de misiones, fue el momento en la noche de compartir con mis compañeras, de reirnos y sentir una amistad genuina, bronceada después de todo un día bajo el sol, de compartir nuestro amor gigante a Dios. Sin embargo, entre risas, nuestro día aún no terminaba, aún quedaba encontrarnos con la persona más importante.
Nuestra última actividad de la noche fue en la capilla. Nosotras y Él. No les puedo escribir lo que sientes al verte cara a cara con Dios, tan pequeño y humilde escondido en un pedacito de pan, después de un día de enseñanzas infinitas de un pueblito en el medio de la nada. En ese momento con Él, salían lágrimas de felicidad, de agradecimiento. Por fin entendía qué era eso de misiones que todo el mundo me mencionaba. No quería que terminara, no quería regresarme a la ciudad, quería tener un paliacate y un rosario colgando al cuello el día siguiente y poderlo vivir todo una vez más. La experiencia de compartir con la gente, de ver el amor de Cristo en los ojos de los que ahí vivía.
Vivir misiones fue una de las experiencias más lindas, genuinas y felices que he vivido. Yo sólo he vivido misiones por un solo día ¡Uno! y mi sonrisa se triplico en mi cara. No me imagino lo que pueda hacer una semana entera entregada a servir en misiones.